Deleuze:
Heidegger se perdió por las sendas de la reterritorialización, pues se trata de caminos sin balizas ni parapetos. Tal vez aquel estricto profesor estuviera más loco de lo que parecía. Se equivocó de pueblo, de tierra, de sangre. Pues la raza llamada por el arte o la filosofía no es la que se pretende pura, sino una raza oprimida, bastarda, inferior, anárquica, nómada, irremediablemente menor, aquellos a los que Kant excluía de los caminos de la nueva Crítica… Artaud decía: escribir para los analfabetos, hablar para los afásicos, pensar para los acéfalos. ¿Pero qué significa «para»? No es «dirigido a…», ni siquiera «en lugar de…». Es «ante». Se trata de una cuestión de devenir. El pensador no es acéfalo, afásico o analfabeto, pero lo deviene. Deviene indio, no acaba de devenirlo, tal vez «para que» el indio que es indio devenga él mismo algo más y se libere de su agonía. Se piensa y se escribe para los mismísimos animales. Se deviene animal para que el animal también devenga otra cosa. La agonía de una rata o la ejecución de un ternero permanecen presentes en el pensamiento, no por piedad, sino como zona de intercambio entre el hombre y el animal en la que algo de uno pasa al otro. Es la relación constitutiva de la filosofía con la no filosofía. El devenir siempre es doble, y este doble devenir es lo que constituye el pueblo venidero y la tierra nueva. La filosofía tiene que devenir no filosofía, para que la no filosofía devenga la tierra y el pueblo de la filosofía. Hasta un filósofo tan bien considerado como el obispo Berkeley repite sin cesar: nosotros los irlandeses, el populacho… El pueblo es interior al pensador porque es un «devenir-pueblo» de igual modo que el pensador es interior al pueblo, en tanto que devenir no menos ilimitado. El artista o el filósofo son del todo incapaces de crear un pueblo, sólo pueden llamarlo con todas sus fuerzas. Un pueblo sólo puede crearse con sufrimientos abominables, y ya no puede ocuparse más de arte o de filosofía. Pero los libros de filosofía y las obras de arte también contienen su suma inimaginable de sufrimiento que hace presentir el advenimiento de un pueblo. Tienen en común la resistencia, la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente.
La cuestión es la verdad frente a la diferencia, el último dios frente al devenir animal.
Para Deleuze lo propio de una cosa es ser signo, remitir a algo distinto.
Tomado de http://www.observacionesfilosoficas.net/deleuzeyh.html
Deleuze-Guattari reemplaza la pregunta kantiana por las condiciones trascendentales de toda experiencia posible por la búsqueda de la emergencia de lo nuevo. De eso se trata cuando se habla de deshacer la rostridad y salir en la búsqueda de un devenir animal que rompa la rigurosidad de los estratos de significancia y subjetividad, y en definitiva de todo régimen que ate al signo. Al estratificar, las semióticas imponen trayectorias definidas a los signos, en unos casos, mediante la representación, y en otros en la función vertical y trascendente del rostro como cuerpo del significante: todo un organismo que hace funcionar precisamente el sistema a partir de la trascendencia del rostro, en la medida en que éste no es algo concreto (y no en ningún caso determina lo propio del individuo), y ni siquiera humano, al contrario, éste no es más que una política, un efecto de un agenciamiento de poder, “no es cuestión de ideología sino de economía y organización de poder”.
Desestatificar o deshacer la rostridad implica ingresar en una máquina abstracta de un funcionamiento distinto al de la semiótica significante: “En sí misma una máquina abstracta no es más física o corporal que semiótica, es diagramática (ignora tanto más la distinción entre lo natural y lo artificial. Actúa por materia, y no por sustancia; por función, y no por forma…”.
Esta “función” diagramática de la máquina abstracta hará posible el encuentro con el signo y la emergencia de lo nuevo, en ésta el signo se traduce a un nivel en donde se abandonan las operaciones amparadas en la trascendencia de la semiótica, vale decir, en las labores de codificación efectuadas principalmente a través de la interpretación, al contrario, en el nivel diagramático la tarea consiste en deshacer o deconstruir los medios que llevan a la representación. En el análisis deleuziano de la obra de Bacon, por ejemplo, se hace ver como ésta se caracterizaba por romper con las coordenadas figurativas, por la irrupción de trazos al azar sobre la tela como primer paso “más allá” de la representación en la pintura, y, para ello requiere pues de la creación de un espacio erigido fuera de las condiciones de la figuración. De esta manera el diagrama evita caer en el reconocimiento de las formas, generando una apertura hacia lo nuevo o hacia el signo de lo porvenir, donde la misma idea de signo desaparece o deja tener importancia pues se abre al encuentro de una función-signo, a un flujo o un devenir imperceptible: en la maquina abstracta ya ni siquiera puede hablarse de signos, pues las coordenadas han adquirido una velocidad absoluta en que los límites se difuminan abriendo paso a lo porvenir: “definida por su diagramatismo, una máquina abstracta no es una infraestructura en última instancia, ni tampoco una Idea trascendente en suprema instancia. Más bien. Más bien tiene un papel piloto. Pues una máquina abstracta o diagramática no funciona para representar, ni siquiera algo real, sino que construye un real futuro, un nuevo tipo de realidad”.
El signo en la máquina abstracta diagramática ya no está organizado, no está fijado ni pertenece a un estrato en que es sometido a la tortura de la clasificación: “…los estratos sustancializan las materias diagramáticas, separan un plano formado de contenido y un plano formado de expresión, toman las expresiones y los contenidos, cada uno sustancializado y formalizado por su lado, en pinzas de doble articulación que aseguran su independencia y distinción real, y hacen que reine un dualismo que no cesa de reproducirse o dividirse”.
El problema fundamental de la estratificación consiste en la falsa división de planos supuestamente diferenciables real y lógicamente, en la separación, en la escisión de los planos de expresión y contenido: “Los principales estratos que maniatan al hombre son el organismo, pero también la significancia y la interpretación, la subjetivación y la sujeción. El conjunto de todos ellos nos separan del plan de consistencia y de la máquina abstracta, justo donde ya no hay regímenes de signos, pero donde la línea de fuga efectúa su propia positividad potencial, y la desterritorialización su potencia absoluta”.
Llegar al diagramatismo, actuar de acuerdo a la máquina abstracta implica salir del esquema trascendente de la representación y el reconocimiento, aunque ello, en verdad, no es nada fácil. No basta, como lo dice el mismo Deleuze, con dejar de hablar de sujeto para que deje de operar una función subjetiva en nuestro actuar. Deshacer la rostridad y desestratificar corresponden más bien a un programa, a un ejercicio que constantemente es amenazado por la significancia, la subjetividad, la interpretación y la sujeción, en la medida en que estamos habituados al organismo, al orden y la medida impuestos por él. Por ello, este ejercicio ha de derivar en una pragmática, en un modo de relación con el lenguaje en particular, y con el mundo en general, de acuerdo a una práctica en que el signo funciona en su desterritorialización absoluta, vale decir, como mero flujo, ya que en el misma organización, por ejemplo de los regímenes de signos del lenguaje, se deja ver la línea de fuga que nos puede llevar a la máquina abstracta: “El lenguaje remite a los regimenes de signos, y lo regimenes de signos a máquinas abstractas, a funciones diagramáticos y a agenciamientos maquínicos, que van más allá de toda semiología, de toda lingüística y de toda lógica… ‘Tras’ los enunciados y las semiotizaciones sólo hay máquinas, agenciamientos, movimientos de desterritorialización que atraviesan la estratificación de los diversos sistemas…”,
Sólo es cuestión de ver “entre”, de ir “entre” las clasificaciones y las estratificaciones, de experimentar en el signo el llamado de lo porvenir, de lo nuevo, para ello toda forma de creación debe adquirir como pragmática, rasgos diagramáticos que permitan cruzar entre los diversos regímenes y semióticas.
A modo de Conclusión
Deleuze nos dice rotundamente que: “El pensamiento no es nada sin algo que fuerce a pensar, sin algo que lo violente. Mucho más importante que el pensamiento es ‘lo que da a pensar’; mucho más importante que el filósofo, el poeta”. En estas sentidas palabras vemos la impronta del pensamiento de Heidegger; incluso se reconocen sus “huellas” en el texto mismo; pero allí mismo se atisba rotundamente la diferencia abismal en esa aparente cercanía.
Eso que fuerza a pensar es fuerza, flujo, cuerpo para Deleuze; en el fondo es la antípoda misma de lo que piensa Heidegger; pues para el filósofo alemán es esa misma fuerza la que nos ha impedido pensar… Aquí se da la unidad como la diferencia entre ambos pensadores; aquí se da el nudo que los cruza y los pierde en el laberinto; aquí se da algo que no se deja del todo mostrar tanto a un alemán como a un francés y dicho esto por unos chilenos… Ambos saben que el pensamiento se articula desde la poesía, desde eso que ambos llaman signo (el afuera), pero uno ve en el signo el agenciamiento mismo del cuerpo, de la materia, de la Figura, de la carne, del plano fílmico con todos sus borrosidades, grietas y pliegues; y el otro, en cambio, ve el signo desde ese despojamiento mismo en el cuerpo como tal, para que se dé de este modo la posibilidad radicalmente “propia” para el pensamiento; en verdad, es la “reducción” escolástica de Brentano, que perfora y constituye la fenomenología de Husserl, la que se lleva también a Heidegger y le permite pensar eso no-lógico que cierta mística y cierta poesía europea constituye su ser campesino. De allí que en Heidegger estemos atrapados en la aporía de la espera que en tanto espera paraliza y deja ser lo más horroroso de lo “propio” del Ereignis (en esa espera en lo “propio” que espera sin voluntad alguna y en silencio a veces se escucha la voz de un “Guía” que nos pierde y nos lleva a la destrucción más abismal del hombre); en cambio, para Deleuze no hay espera alguna, no hay secreto, no hay origen, no hay salto en y por lo absolutamente Otro (¿Qué sería eso?). El signo ya acontece, ya se da, ya nos está atravesando en el juego mismo del cuerpo que somos, cuerpo siempre por hacer y entrecruzado por cuerpos y cuerpos de modo rizomático... El tono de Deleuze es siempre el de dar un “paso adelante”, un paso en la vida misma; en ella se está en juego, no en espera… Y si ya no puedo estar en juego; si ya no puedo respirar… el “estoico” hombre que vive en París abre la ventana y se lanza… ¡Nunca campesino a la espera de que lo propio nos apropie!
En todo caso, ambos Heidegger y Deleuze, creemos, concordarían en que:
“Lo que fuerza a pensar, es el signo. El signo es el objeto de un encuentro; pero es precisamente la contingencia del encuentro lo que garantiza la necesidad de lo que da qué pensar”.
¿Concordarían…?... en el fondo es una cuestión de Signo… ¿a la espera o en el juego… en lo propio o en el agenciamiento… en el campo o en la ciudad… por un sendero o ante una ventana?...
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