El desastre cuida de todo


Pre-escrito, pre-página, cuaderno borrador, croquis, lugar para la catástrofe, así queremos comenzar este blog. Espacio previo a la escritura, espacio reservado a la catástrofe que implica toda escritura antes de su gestación. También una catástrofe de autores, cualquiera escribe en el croquis. Catástrofe previa a la creación de un concepto, el diagrama como oposición a lo perverso de la representación. No estamos apurados porque sabemos que "el desastre cuida de todo" (Blanchot).


“No una imagen justa, sino justo una imagen” (Godard)

Dos fragmentos fundamentales para pensar la diferencia.

...habría que ir haciéndose a la idea de que las cosas más terribles y cruentas entre los hombres pueden carecer totalmente de profundidad, venir de las circunstancias más banales, ser pura mímesis superficial de estereotipos más o menos difundidos, de modelos prestigiosos hábilmente publicitados y fácilmente accesibles a la imitación. Allí donde uno es, por lo indeterminado de la situación, cualquiera, o mejor un cualquiera entre cualquieras, siempre se halla abocado a ser, de alguna forma, otro, incluso respecto de sí mismo, y se halla abierto a encarnar a cualquier otro que no precisa más realidad que la imagen, gesto o actitud, connotaciones de una apariencia imaginaria, simple fantasma de personalidad inmediatamente accesible a cualquier impulso imitativo, surgido del afán lúdico de determinar el propio "cualquiera" con cualquier cualquiera mínimamente definido.

Rafael Sanchez Ferlosio. El alma y la vergüenza. Ed. Destino. (Artículo de igual nombre).

Nada es más triste que la risa: nada más hermoso, magnífico, estimulante, y enriquecedor, que el terror de la desesperación profunda. Creo que cada hombre mientras vive, es prisionero de este miedo terrible, en el cual toda prosperidad está condenada a fracasar, pero que guarda, incluso en su abismo más profundo, esa libertad esperanzadora que le permite sonreír en situaciones aparentemente desesperadas. Por eso la intención de los autenticos escritores de comedia- es decir, los más profundos y honestos- no es de ningún modo divertirnos únicamente, sino abrir desgarradoramente nuestras cicatrices más dolorosas para que las sintamos con más fuerza.

Fellini

La vida de los hombres infames (Foucault)

La vida de los hombres infames


Este no es un libro de historia. En esta selección es inútil buscar otra norma que no sea mi propio goce, mi placer, una emoción, la risa, la sorpresa, un particular escalofrío, o algún otro sentimiento que resulta ahora difícil de calibrar puesto que ya ha pasado el momento en el que descubrí estos textos.

Estamos más bien ante una antología de vidas. Existencias contadas en pocas líneas o en pocas páginas, desgracias y aventuras infinitas recogidas en un puñado de palabras. Vidas breves, encontradas al azar en libros y documentos. Exempla que, en contraposición a los que los eruditos recogían en el decurso de sus lecturas, son espejos que inclinan menos a servir de lecciones de meditación que a producir efectos breves cuya fuerza se acaba casi al instante. El término de "avisos" podría servir muy bien para designarlos en razón de la doble referencia que ese término encierra: brevedad en la narración y realidad de los sucesos consignados; y es que es tal la concentración de cosas dichas contenidas en estos textos que no se sabe si la intensidad que los atraviesa se debe más al carácter centelleante de las palabras o a la violencia de los hechos que bullen en ellos. Vidas singulares convertidas, por oscuros azares, en extraños poemas; tal es lo que he pretendido reunir en este herbolario.

La idea surgió un día, estoy casi seguro de ello, cuando leía en la Biblioteca Nacional un registro de ingresos redactado en los comienzos del siglo XVIII. Creo recordar incluso que la idea surgió de la lectura de las dos noticias siguientes:

Mathurin Milán, ingresó en el Hospital de Charenton el 31 de agosto de 1707: "Su locura consistió siempre en ocultarse de su familia, en llevar una vida oscura en el campo, tener pleitos, prestar con usura y a fondo perdido, en pasear su pobre mente por rutas desconocidas, y en creerse capaz de ocupar los mejores empleos".

Jean Antoine Touzard ingresó en el castillo de Bicétre el 21 de abril de 1701: "Apóstata recoleto, sedicioso, capaz de los mayores crímenes, sodomita y ateo hasta la saciedad; es un verdadero monstruo de abominación que es preferible que reviente a que quede libre"

Me costaría trabajo expresar con exactitud lo que sentí cuando leí estos fragmentos y muchos otros semejantes. Se trata sin duda de una de esas impresiones de las que se dice que son "físicas", como si pudiesen existir sensaciones de otro tipo. Y confieso que estos "avisos" que resucitaban de repente, tras dos siglos y medio, de silencio, han conmovido en mi interior más fibras que lo que comúnmente se conoce como literatura, sin que pueda aún hoy afirmar si me emocionó más la belleza de ese estilo clásico bordado en pocas frases en torno de personajes sin duda miserables, o los excesos, la mezcla de sombría obstinación y la perversidad de esas vidas en las que se siente, bajo palabras lisas como cantos rodados, la derrota y el encarnizamiento.

Hace mucho tiempo que me he servido de documentos de este tipo en uno de mis libros. Si lo hice así entonces se debe sin duda a esa vibración que me conmueve todavía hoy cuando me vuelvo a encontrar con esas vidas íntimas convertidas en brasas muertas en las pocas frases que las aniquilaron. Mi sueño habría sido restituirlas en su intensidad analizándolas. Carente del talento necesario para hacerlo me he contentado con darles vueltas; me he atenido a los textos en su aridez; he buscado cuál era su razón de ser, a qué instituciones o a qué práctica política se referían; intenté saber por qué había sido de pronto tan importante en una sociedad como la nuestra que estas existencias fuesen "apagadas" (del mismo modo que se ahoga un grito, se apaga un fuego o se acaba con un animal); vidas como las de un monje escandaloso o un usurero fantasioso e inconsecuente; intenté buscar la razón por la que se quiso impedir con tanto celo que las pobres mentes vagasen por rutas sin nombre. Sin embargo las primeras intensidades sentidas que me habían motivado permanecían al margen. Y puesto que existía el riesgo de que se perdiesen, de que mi discurso fuese incapaz de estar a la altura que tales sensaciones exigían, me pareció que lo mejor era mantenerlas en la forma misma en la que me impresionaron.

De aquí procede la idea de esta antología realizada un poco para la ocasión. La galería ha sido compuesta sin prisa y sin un objeto claramente definido. Durante mucho tiempo pensé presentar estos textos siguiendo un orden sistemático y acompañándolos de cortas y rudimentarias explicaciones, de tal forma que pudiesen expresar un mínimo de sentido histórico. He renunciado a ello por la razón que explicaré más adelante. Decidí pues reunir simplemente un determinado número de textos en razón de la intensidad que a mi juicio poseen; los he acompañado de algunos preliminares y los he distribuido de modo que preserven -de la forma menos mala posible- el efecto de cada uno de ellos. Mi incapacidad me ha forzado al frugal lirismo de la cita.

Este libro, mucho menos aún que los otros, no hará las delicias de los historiadores. ¿Libro de humor y puramente subjetivo? Yo diría más bien -lo que viene a ser lo mismo- que es un libro de convención y de juego, el libro de una pequeña manía que construyó su propio sistema. A mi juicio el poema del usurero fantástico o el del recoleto sodomita me han servido, desde el principio al fin, de modelo. Para poder sintonizar con esas existencias fulgurantes, con esos poemas-vida, me impuse las sencillas reglas siguientes:

-que se tratase de personajes que hubiesen existido realmente;

-que sus existencias hubiesen sido a la vez oscuras e infortunadas;

-que esas existencias fuesen contadas en pocas páginas o, mejor, en pocas frases, de la forma más sucinta;

-que esos relatos no contuviesen simplemente extrañas o patéticas anécdotas, sino que, de una forma o de otra -puesto que se trataba de demandas, denuncias, órdenes o informes- formasen parte realmente de la minúscula historia de esas vidas, de su infortunio, de su rabia o de su incierta locura;

-y, en fin, que del choque producido entre esos relatos y esas vidas, surgiese para nosotros todavía hoy un extraño efecto mezcla de belleza y de espanto.

Estas reglas pueden parecer arbitrarias, por eso conviene que me detenga un poco en ellas.

He querido que se tratase de existencias reales, que se les pudiesen asignar un lugar y una fecha, que detrás de esos nombres que ya no dicen nada, más allá de esas palabras rápidas que en la mayoría de los casos muy bien podrían ser falsas, engañosas, injustas, ultrajantes, hayan existido hombres que vivieron y murieron, sufrimientos, maldades, envidias, vociferaciones. He suprimido pues todo aquello que pudiera resultar producto de la imaginación o de la literatura. Ninguno de los héroes negros que los literatos han podido inventar me ha parecido tan intenso como esos fabricantes de zuecos, esos soldados desertores, esos vendedores ambulantes, grabadores, monjes vagabundos, todos ellos enfebrecidos, escandalosos e infames por el hecho sin duda de que sabemos que han existido. He excluido todos los textos que pudiesen ser memorias, recuerdos, descripciones de conjunto, en fin, todos aquellos que daban buena cuenta de la realidad pero manteniendo en relación con ella la distancia de la mirada, de la memoria, de la curiosidad o del divertimento. He decidido que estos textos tuviesen siempre una relación o mejor la mayor relación posible con la realidad: no solamente que se refieran a ella, sino que la produzcan, que sean una pieza de la dramaturgia de lo real, que constituyan el instrumento de la venganza, el arma del rencor, un episodio de una batalla, el gesto de la desesperanza o de la envidia, una súplica o una orden. No he pretendido reunir textos que fuesen más fieles a la realidad que otros o que mereciesen ser seleccionados por su valor representativo, sino textos que han jugado un papel en esa vida real de la que hablan y que, en contrapartida, se encuentran, aunque se expresen de forma inexacta, enfática o hipócrita, atravesados por ella: fragmentos de discursos que arrastran fragmentos de una realidad de la que forman parte. No se trata de una recopilación de retratos; lo que encontrarán aquí son trampas, armas, gritos, gestos, actitudes, engaños, intrigas en las que las palabras han sido sus vehículos. En esas cortas frases se "han jugado" vidas reales; con ello no quiero decir que esas vidas estén en ellas representadas, sino que en cierta medida al menos esas palabras decidieron sobre su libertad, su desgracia, con frecuencia sobre su muerte y en todo caso su destino. Estos discursos han atravesado realmente determinadas vidas, ya que existencias humanas se jugaron y se perdieron en ellos.

He querido que estos personajes fuesen ellos mismos oscuros, que no estuviesen destinados a ningún tipo de gloria, que no estuviesen dotados de ninguna de esas grandezas instituidas y valoradas -nacimiento, fortuna, santidad, heroísmo o genialidad-, que perteneciesen a esos millones de existencias destinadas a no dejar rastro, que en sus desgracias, en sus pasiones, en sus amores y en sus odios hubiese un tono gris y ordinario frente a lo que generalmente se considera digno de ser narrado, que, en consecuencia, estas vidas hayan estado animadas por la violencia, la energía y el exceso en la maldad, la villanía, la bajeza, la obstinación y la desventura, cualidades todas que les proporcionaban a los ojos de sus conocidos, y en contraste mismo con su mediocridad, una especie de grandeza escalofriante o deplorable. Me embarqué pues a la búsqueda de esta especie de partículas dotadas de una energía tanto más grande cuanto más pequeñas y difíciles eran de discernir.
Para que algo de esas vidas llegue hasta nosotros fue preciso por tanto que un haz de luz, durante al menos un instante, se posase sobre ellas, una luz que les venía de fuera: lo que las arrancó de la noche en la que habrían podido, y quizá debido, permanecer, fue su encuentro con el poder; sin este choque ninguna palabra sin duda habría permanecido para recordarnos su fugaz trayectoria. El poder que ha acechado estas vidas, que las ha perseguido, que ha prestado atención, aunque sólo fuese por un instante, a sus lamentos y a sus pequeños estrépitos y que las marcó con un zarpazo, ese poder fue quien provocó las propias palabras que de ellas nos quedan, bien porque alguien se dirigió a él para denunciar, quejarse, solicitar o suplicar, bien porque el poder mismo hubiese decidido intervenir para juzgar y decidir sobre su suerte con breves frases. Todas estas vidas que estaban destinadas a transcurrir al margen de cualquier discurso y a desaparecer sin que jamás fuesen mencionadas han dejado trazos -breves, incisivos y con frecuencia enigmáticos- gracias a su instantáneo trato con el poder, de forma que resulta ya imposible reconstruirlas tal y como pudieron ser "en estado libre". Únicamente podemos llegar a ellas a través de las declaraciones, las parcialidades tácticas, las mentiras impuestas que suponen los juegos del poder y las relaciones de poder.

Alguien me dirá: he aquí de nuevo otra vez la incapacidad para franquear la frontera, para pasar del otro lado, para escuchar y hacer escuchar el lenguaje que viene de otra parte o de abajo; siempre la misma opción de contemplar la cara iluminada del poder, lo que dice o lo que hace decir. ¿Por qué no ir a escuchar esas vidas allí donde están, allí donde hablan por sí mismas? Pero, podríamos preguntarnos en primer lugar si nos quedaría algo de lo que ellas han sido, en su violencia o en su desgracia singular, si en un momento dado no se hubiesen cruzado con el poder y despertado sus fuerzas. ¿No constituye uno de los rasgos fundamentales de nuestra sociedad el hecho de que el destino adquiera la forma de la relación con el poder, de la lucha con o contra él? El punto más intenso de estas vidas, aquel en que se concentra su energía, radica precisamente allí donde colisionan con el poder, luchan con él, intentan reutilizar sus fuerzas o escapar a sus trampas. Las breves y estridentes palabras que van y vienen entre el poder y esas existencias insustanciales constituyen para éstas el único momento que les fue concedido; es ese instante lo que les ha proporcionado el pequeño brillo que les permitió atravesar el tiempo y situarse ante nosotros como un breve relámpago.

He pretendido en suma reunir algunos rudimentos para una leyenda de los hombres oscuros, a partir de los discursos en los que, en la desgracia o en el resentimiento, ellos entran en relación con el poder.

Hablo de "leyenda", porque aquí se produce como en todas las leyendas un cierto equívoco entre lo ficticio y lo real, aunque en este caso las razones se invierten. Lo legendario, cualquiera que sea su núcleo de realidad, no es nada más, en último término, que la suma de lo que se dice. Es algo indiferente a la existencia o inexistencia de aquel a quien transmite la gloria. Si el héroe existió la leyenda lo recubre con tantos prodigios, lo enriquece de tantos atributos imposibles que es, o casi es, como si no hubiese vivido. Y si es puramente imaginario la leyenda transmite acerca de él tantos relatos insistentes que adquiere el espesor histórico propio de alguien que hubiese existido. En los textos que siguen la existencia de estos hombres y de estas mujeres se reduce exactamente a lo que de ellos se dice; nada sabemos acerca de lo que fueron o de lo que hicieron, salvo lo que vehiculan estas frases. En este caso es la escasez, y no la prolijidad, lo que hace que se entremezclen la ficción y lo real. Al no haber sido nadie en la historia, al no haber intervenido en los acontecimientos o no haber desempeñado ningún papel apreciable en la vida de las personas importantes, al no haber dejado ningún indicio que pueda conducir hasta ellos únicamente tienen y tendrán existencia al abrigo precario de esas palabras. Y gracias a los textos que hablan de ellos llegan hasta nosotros sin poseer más índices de realidad que los que trazan la Leyenda dorada o una novela de aventuras. Esta pura existencia verbal, que hace de estos desgraciados o de estos facinerosos seres casi ficticios, la deben precisamente a su prácticamente completa desaparición, a esa gracia o desgracia que ha hecho sobrevivir, al azar de documentos reencontrados, algunas raras palabras que hablan de ellos o que ellos mismos llegaron a pronunciar. Leyenda negra, pero sobre todo leyenda escueta, reducida a lo que fue dicho hace tiempo y que innumerables peripecias han conservado para nosotros.

Otro rasgo de esta leyenda negra consiste precisamente en eso, en que, a diferencia de la leyenda dorada, no ha sido transmitida por lo que se considera una necesidad profunda, siguiendo un proceso continuo. Es una leyenda por naturaleza sin tradición, que sólo puede llegar hasta nosotros a través de rupturas, borrones, olvidos, entrecruzamientos, reapariciones. El azar la guía desde el principio. Ha sido preciso ante todo que una constelación de circunstancias se diesen cita, contra toda esperanza, sobre el individuo más oscuro, sobre su vida mediocre, sus defectos en último término bastante corrientes, para que la mirada del poder cayese sobre él junto con el estallido de su cólera. Ha sido el azar quien ha hecho que la vigilancia de los responsables o de las instituciones, destinadas sin duda a borrar todo desorden, prefiriesen a un sujeto en vez de a otro, a ese monje escandaloso, a esa mujer golpeada, a ese borracho inveterado y furioso, a ese comerciante que no cesa de querellarse, en lugar de a tantos otros que a su lado no han producido menos alborotos. Y después ha sido preciso que entre tantos documentos perdidos y dispersados sea éste, en lugar de aquél, quien haya llegado hasta nosotros, quien haya sido reencontrado y leído, de tal suerte que entre esas gentes sin importancia y nosotros, que no tenemos más importancia que ellas, no existe ninguna relación de necesidad. No había ninguna posibilidad de que estos individuos, con su vida y sus desgracias, surgiesen de la sombra en lugar de tantos otros que permanecen en ella. Podemos regocijarnos como si se tratara de una venganza por la suerte que permite que estas gentes absolutamente sin gloria surjan en medio de tantos muertos, gesticulen aún, manifiesten permanentemente su rabia, su aflicción o su invencible empecinamiento en vagar sin cesar, lo que posiblemente compensa la mala suerte que había hecho concentrarse en ellas, a pesar de su modestia y su anonimato, el rayo del poder. Vidas que son como si no hubiesen existido, vidas que sobreviven gracias a la colisión con el poder que no ha querido aniquilarlas o al menos borrarlas de un plumazo, vidas que retornan por múltiples meandros azarosos: tales son las infamias de las que yo he querido reunir aquí algunos restos. Existe una falsa infamia de la que se benefician hombres que causan espanto o escándalo como Gilíes de Rais, Guilleri o Cartouche, Sade y Lacenaire. Aparentemente infames a causa de los recuerdos abominables que han dejado, de las maldades que se les atribuyen, del respetuoso terror que han inspirado; son ellos los hombres de leyenda gloriosa pese a que las razones de su fama se contrapongan a las que hicieron o deberían hacer la grandeza de los hombres. Su infamia no es sino una modalidad de la universal fama. Pero el apóstata recoleto, las pobres almas perdidas por caminos ignotos, todos ellos son infames de pleno derecho, ya que existen gracias exclusivamente a la concisas y terribles palabras que estaban destinadas a convertirlos para siempre en seres indignos de la memoria de los hombres. El azar ha querido que fuesen esas palabras, únicamente esas lacónicas palabras, las que permaneciesen. Su retorno ahora a lo real se hace en la forma misma en la que se les había expulsado del mundo. Es inútil buscar en ellos otros rostros o sospechar otra grandeza; ellos son algo solamente a través de aquello mediante lo cual se les quiso destruir: ni más ni menos. Tal es la infamia estricta, la que, por no estar mezclada ni con el escándalo ambiguo ni con una sorda admiración, no se compone de ningún tipo de gloria.

Me doy perfecta cuenta de que los textos escogidos implican una selección mezquina, reducida y un poco monótona, si la comparamos con el gran registro de la historia universal de la infamia que reuniría un poco las huellas de todas partes y de todos los tiempos. Son documentos que datan más o menos del mismo intervalo de años, es decir, entre 1660 y 1760, y que proceden de la misma fuente: archivos de encierro, archivos policiales, órdenes reales y lettres de cachet. Imaginemos que se trata de un primer volumen y que la Vida de los hombres infames podrá ampliarse a otros tiempos y a otros lugares.

He elegido este período y este tipo de textos en razón de una vieja familiaridad. Pero si el placer que me proporcionan desde hace años aún no se ha desvanecido, y si vuelvo hoy sobre ellos una vez más, es porque sospecho que marcan el comienzo, en todo caso un acontecimiento importante, en el que se entrecruzaron mecanismos políticos y efectos de discurso.

Estos textos de los siglos XVII y XVIII poseen (sobre todo si los comparamos con la simpleza administrativa y policial que predominó después) una luminosidad fulgurante, revelan en los contornos del lenguaje un esplendor, una violencia que desmiente, al menos a nuestros ojos, la pequeñez del caso y la mezquindad bastante vergonzosa de las intenciones. Las más lamentables vidas son descritas aquí con las implicaciones o el énfasis que parecen convenir a las vidas más trágicas. Se trata sin duda de un efecto cómico, ya que resulta algo ridículo apelar a todo el poder de las palabras y a través de ellas a la soberanía del cielo y de la tierra cuando se trata de desórdenes insignificantes o de desgracias tan comunes: "Postrado por el peso del más insoportable dolor, Duchesne, de profesión empleado, osa con humilde y respetuosa confianza ponerse a los pies de Vuestra Majestad para implorar su justicia contra la más malvada de todas las mujeres (...) ¿Qué esperanza puede aún poseer el infortunado que, reducido a la última expresión, recurre hoy a Vuestra Majestad tras haber agotado todas las vías de dulzura, de amonestaciones y de contemplaciones para hacer volver al cumplimiento de sus deberes a una mujer desposeída del más mínimo sentimiento de religión, de honor, de probidad e incluso de humanidad? Tal es, Señor, el estado de postración de este desgraciado que se atreve a hacer oír su lastimosa voz en los oídos de Vuestra Majestad". O también el caso de esa nodriza abandonada que solicita la detención de su marido en nombre de sus cuatro hijos "que posiblemente sólo pueden esperar de su padre un terrible ejemplo de los efectos del desorden. Su Justicia, Monseñor, les ahorrará una tan deshonrosa instrucción, y a mí y a mi familia el oprobio y la infamia, y colocará a un mal ciudadano en situación de no hacer daño a la sociedad". Posiblemente estas palabras harán sonreír, pero conviene no olvidar que a esta grandilocuencia, que no es grandilocuente más que por la pequeñez de las cosas a las que se aplica, el poder responde con sus propios términos que tampoco nos parecen muy mesurados, con la diferencia sin embargo de que en sus palabras se vehicula la potencia de sus decisiones; y su solemnidad puede justificarse no tanto por la importancia de lo que castiga cuanto por el rigor del castigo que impone. Si se encierra a una hechicera se debe a que "existen pocos crímenes que ella no haya cometido y ninguno que no pueda cometer. Así pues es ley de caridad y de justicia liberar para siempre al público de una mujer tan peligrosa que roba, engaña y escandaliza impunemente después de tantos años". O el caso que se refiere a un joven alocado, mal hijo y libertino: "Es un monstruo de libertinaje e impiedad (...) Posee el hábito de todos los vicios: timador, indócil, impetuoso, violento, capaz de atentar contra la vida de su padre deliberadamente... y además anda en compañía de las mujeres de la más degradante prostitución. Todas las reconvenciones que se le hacen sobre sus malos pasos y sus desórdenes no causan ninguna impresión en su corazón, pues se limita a responder con una perversa sonrisa que deja traslucir su cerrazón y suscita la convicción de su incurabilidad". La menor extravagancia se convierte en algo abominable, al menos en el discurso de la invectiva y de lo execrable. Estas mujeres inmorales y estos jóvenes furiosos no palidecen al lado de Nerón o de Rodogune. El discurso del poder en la época clásica, al igual que el discurso que se dirige a él, engendra monstruos. ¿A qué se debe este teatro tan enfático de lo cotidiano?

La incardinación del poder en la vida cotidiana había sido organizada en gran medida por el cristianismo en torno de la confesión: obligación de traducir al hilo del lenguaje el mundo minúsculo de todos los días, las faltas banales, las debilidades incluso imperceptibles e incluso las turbaciones de pensamientos, intenciones y deseos; ritual de confesión en el que aquel que habla es al mismo tiempo aquel del que se habla; oscurecimiento de lo que se dice en su enunciado mismo, pero anulación también de la propia confesión, que debe permanecer en secreto y no dejar detrás de ella otros signos que no sean las trazas del arrepentimiento y las obras de penitencia. El Occidente cristiano ha inventado esta sorprendente coacción que ha impuesto a todos y cada uno la obligación de decirlo todo para borrarlo todo, de formular hasta las menores faltas en un murmullo ininterrumpido, encarnizado y exhaustivo, al que nada debe escapar pero que, al mismo tiempo, no debe sobrevivir ni un instante. Centenas de millones de hombres durante siglos han debido confesar el mal en primera persona, en un susurro obligatorio y fugitivo.

A partir de un momento, que puede situarse a finales del siglo XVII, sin embargo, este mecanismo se ha encontrado enmarcado y desbordado por otro cuyo funcionamiento era muy diferente. Gestión ahora administrativa y no ya religiosa; mecanismo de archivo y no ya de perdón. El objetivo buscado era, no obstante, el mismo, al menos en parte: verbalización de lo cotidiano, viaje por el universo ínfimo de las irregularidades y de los desórdenes sin importancia. La confesión no juega ahora sin embargo el papel eminente que el cristianismo le había conferido. Se utilizan de forma sistemática para esta nueva cuadriculación procedimientos antiguos hasta entonces muy locales: la denuncia, la querella, la encuesta, el informe, la delación, el interrogatorio. Y todo lo que se dice se registra por escrito, se acumula, constituye historiales y archivos. La voz única, instantánea y sin huellas de la confesión penitencial que borraba el mal borrándose a sí misma es sustituida, a partir de entonces, por múltiples voces que se organizan en una enorme masa documental y se constituyen así, a través del tiempo, en la memoria que crece sin cesar acerca de todos los males del mundo. El mal minúsculo de la miseria y de la falta ya no es reenviado al cielo por la confidencia apenas audible de la confesión sino que se acumula en la tierra bajo la forma de trazos escritos. Se establece así otro tipo muy diferente de relaciones entre el poder, el discurso y lo cotidiano, una manera muy diferente de regir este último y de formularlo. Nace una nueva puesta en escena de la vida diaria.

Conocemos su primeros instrumentos todavía arcaicos aunque ya complejos: las instancias, las lettres de cachet o las órdenes reales, los diversos tipos de reclusión, los informes y las decisiones policiales. No me detendré más en cosas ya sabidas, sino únicamente en determinados aspectos que pueden dar cuenta de la extraña intensidad y de esa especie de belleza que revisten a veces esas imágenes apresuradas en las que unos pobres hombres adoptan, para nosotros que los percibimos de tan lejos, el rostro de la infamia. Las lettres de cachet, el internamiento, la presencia generalizada de la policía, todo esto no evoca con frecuencia más que el despotismo de un monarca absoluto, pero conviene tener en cuenta que esta "arbitrariedad" era una especie de servicio público. Las "órdenes del Rey" no se abalanzaban de improviso, de arriba abajo, como si se tratase de los signos de la cólera del monarca más que en contados casos. La mayor parte de las veces estas órdenes eran solicitadas contra alguien por sus allegados, su padre y su madre, uno de sus parientes, su familia, sus hijos o hijas, sus vecinos, y a veces por el cura de la parroquia o algún notable local. Se mendigaban estas órdenes como si se tratase de hacer frente a algún gran crimen que debía merecer la cólera del soberano, cuando sólo se trataba de alguna oscura historia de familia: esposos engañados o golpeados, fortunas dilapidadas, conflictos de intereses, jóvenes indóciles, raterías o borracheras, y todo un enjambre de pequeños desórdenes de conducta. La lettre de cachet que se otorgaba, como si se tratase de la voluntad expresa y particular del rey, para encerrar a alguno de sus sujetos, al margen de las vías de la justicia ordinaria, no era en realidad más que la respuesta a esa demanda procedente de la base. Sin embargo no se concedía a quien la solicitaba de pleno derecho si no estaba precedida por una encuesta destinada a juzgar el fundamento de la demanda; en esa encuesta se debía establecer si esos excesos o borracheras, si esa violencia y ese libertinaje, merecían ser combatidos mediante el internamiento y bajo qué condiciones, y por cuánto tiempo: tarea policial en suma que implicaba recoger testimonios, delaciones y todo ese dudoso murmullo que rodea, como una espesa niebla, a cada uno.

El sistema de la lettre de cachet-encierro no fue más que un episodio bastante breve: duró poco más de un siglo y estaba localizado en Francia, pero no por eso deja de ser importante en la historia de los mecanismos del poder. No sirve tanto para asegurar la irrupción espontánea de la arbitrariedad real en el ámbito más cotidiano de la vida como para asegurar la distribución de todo un juego de demandas y de respuestas siguiendo complejos circuitos. ¿Abuso de absolutismo? Posiblemente, pero no en el sentido de que el monarca abusase pura y simplemente de su propio poder, sino en el sentido de que cada uno puede utilizar en beneficio propio, para conseguir los propios fines y contra los demás, la enormidad del poder absoluto: una especie de disponibilidad de los mecanismos de soberanía, una posibilidad, proporcionada a cualquiera que fuese lo suficientemente listo para utilizarla, de desviar en beneficio propio los efectos de la soberanía. De aquí se derivan una serie de consecuencias: la soberanía política se injerta en el nivel más elemental del cuerpo social; entre sujeto y sujeto -y muchas veces se trata de los más humildes-, entre los miembros de una familia, en las relaciones de vecindad, de interés, de oficio, de rivalidad, de amor y de odio, uno se puede servir, además de las armas habituales de la autoridad y de la obediencia, de los recursos de un poder político que adopta la forma del absolutismo; cada uno, si sabe jugar bien el juego, puede convertirse para otro en un monarca terrible y sin ley: homo homini rex; toda una cadena política se amalgama con la trama de lo cotidiano. Pero es necesario apropiarse al menos por un instante de ese poder, canalizarlo, poseerlo y dirigirlo hacia donde uno quiere; es necesario, para utilizarlo en provecho propio, "seducirlo"; el poder se convierte a la vez en objeto de codicia y en objeto de seducción; es por tanto algo deseable y ello en la medida misma en que es absolutamente temible. La intervención de un poder político sin límites en las relaciones cotidianas se convierte así no sólo en algo aceptable y familiar sino también en algo profundamente deseado, no sin transformarse por este mismo hecho en el tema de un temor generalizado. No hay por qué extrañarse de esta deriva que poco a poco ha abierto las relaciones de pertenencia o de dependencia ligadas tradicionalmente con la familia hacia los controles administrativos políticos. Tampoco hay por qué extrañarse de que el poder desmesurado del rey, que funcionaba de este modo en medio de las pasiones, de los odios, de las miserias y las felonías, haya podido llegar a ser, pese, o quizá mejor a causa de su utilidad misma, objeto de abominación. Aquellos que utilizaban las lettres de cachet, y el rey que las concedía, quedaban aprisionados en la trampa de la complicidad: los primeros perdieron cada vez más su poder tradicional en beneficio de un poder administrativo, mientras que el rey, al verse implicado todos los días en tantos odios e intrigas, llegó a ser él mismo también odiable. Como decía el Duque de Chaulier en las Memoires de deux jeunes mariés, la Revolución Francesa, al cortar la cabeza del rey, ha decapitado a todos los padres.

De todo esto me gustaría retener por el instante lo siguiente: a través de este dispositivo de demandas, de lettres de cachet, de internamientos, de policía, van a nacer una infinidad de discursos que atraviesan en todos los sentidos lo cotidiano y gestionan, de un modo absolutamente diferente al de la confesión, el mal minúsculo de las vidas sin importancia. En las redes del poder, siguiendo circuitos bastante complejos, quedan atrapadas las disputas de vecindad, las querellas entre padres e hijos, las discordias familiares, los abusos del vino y el sexo, los desórdenes públicos y tantas otras pasiones secretas. Bulle en todo esto algo así como un inmenso y omnipotente afán por convertir en discurso todas estas agitaciones y cada uno de estos pequeños sufrimientos. Comienza a elevarse un murmullo que ya no cesará, un murmullo en el que las variaciones individuales de la conducta, las vergüenzas y los secretos se ofrecen mediante el discurso a la incardinación del poder. Lo menor deja de pertenecer al silencio, al rumor que circula o a la confesión fugitiva. Todas estas cosas que constituyen lo ordinario, el detalle sin importancia, la oscuridad, las jornadas sin gloria, la vida común pueden y deben ser dichas, o mejor escritas. Se convierten así en descriptibles y transcriptibles en la medida misma en que están atravesadas por los mecanismos del poder político. Durante largo tiempo sólo habían merecido ser dichos sin burla los gestos de los grandes; sólo la sangre, el nacimiento y las hazañas tenían derecho a la historia. Y si a veces sucedía que los más humildes participaban en cierto modo de la gloria se debía a algún hecho extraordinario, a la manifestación patente de la santidad o a la espectacularidad de un crimen. El hecho de que en el orden monótono de lo cotidiano pudiese existir un secreto a descubrir o que lo inesencial pudiese ser en cierto modo importante, esto no aconteció hasta que la blanca mirada del poder se posó sobre estas minúsculas turbulencias.

Nacimiento pues de una inmensa posibilidad de discursos. Un determinado saber sobre la vida cotidiana encuentra así al menos una parte importante de su razón de existir y con él se proyecta en Occidente sobre nuestros gestos, sobre nuestras maneras de ser y de actuar, un nuevo registro de inteligibilidad. Pero para que esto sucediese fue precisa la omnipresencia a la vez real y virtual del monarca; fue preciso imaginarlo bastante cercano a todas estas miserias, bastante atento al menor de estos desórdenes para poder solicitar su intervención; fue preciso que él mismo apareciese dotado de una especie de ubicuidad física. Este discurso de lo cotidiano, en su forma primigenia, estaba totalmente vertido hacia el rey; se dirigía a él, se filtraba en los grandes rituales ceremoniosos del poder y debía adoptar su forma y revestir sus signos. Lo banal no podía ser dicho, escrito, descrito, observado, organizado y valorado más que en una relación de poder que estaba obsesionada por la figura del rey, por su poder real y por el fantasma de su poderío. De aquí la forma singular de este discurso que exigía un lenguaje decorativo, imprecatorio o suplicante. Cada una de estas pequeñas historias de todos los días debía ser dicha con el énfasis de los sucesos poco frecuentes, dignos de atraer la atención de los monarcas; la alta retórica debía revestir estas naderías. Ni la aburrida administración policial ni los historiales de medicina o psiquiatría lograron nunca más tarde conseguir parecidos efectos de lenguaje: a veces nos encontramos con un suntuoso monumento verbal para contar una oscura villanía o una intriga sin importancia, otras algunas frases breves que fulminaban a un miserable y lo arrojaban a las tinieblas, y en otras el largo recital de las desgracias era presentado adoptando la figura de la súplica o de la humillación. El discurso político de la banalidad no podía ser más que solemne.

Se produce sin embargo en estos textos otro efecto de discurso. En ocasiones quienes hacían las solicitudes de internamiento eran gentes de baja condición, analfabetas o escasamente alfabetizadas; estas gentes, sirviéndose de sus escasos conocimientos, o en su nombre un escribano más o menos hábil, componían como podían las fórmulas o giros lingüísticos que consideraban eran los requeridos para dirigirse a un rey o a personas de alto rango y las mezclaban con términos torpes y violentos, con expresiones zafias con las que sin duda creían poder proporcionar a sus súplicas mayor fuerza y verosimilitud; así pues entre frases solemnes y desquiciadas, al lado de términos anfibológicos brotan expresiones rudas, torpes, malsonantes; con el lenguaje obligatorio y ritual se entrelazan las impaciencias, las cóleras, la rabia, las pasiones, los rencores, las revueltas. Una vibración e intensidades salvajes conmueven las reglas de ese discurso afectado y salen a la luz con sus propias expresiones habituales. Por ejemplo, así habla la esposa de Nicolás Bienfait: "Se toma la libertad de comunicar con la mayor humildad a Monseñor que el mencionado Nicolás Bienfait, cochero de oficio, es un hombre muy disoluto que la mata a golpes, y que vende todo y que ha dejado morir a sus dos mujeres, a la primera le mató a su hijo estando encinta y a la segunda, tras haberle vendido y comido todo, la hizo morir lentamente con sus malos tratos, y llegó hasta quererla estrangular la víspera de su muerte. A la tercera le quiere comer el corazón asado a la parrilla, sin mencionar otras muertes que él ha cometido; Monseñor, me arrojo a los pies de Vuestra Gran Ilustrísima para implorar su misericordia. Y espero de su suma largueza que me hará justicia pues mi vida corre peligro en todo momento y yo no dejaré de rezar al Señor por la conservación de Su Ilustrísima...".

Los documentos que he recogido aquí son homogéneos e incluso corro el riesgo de que puedan llegar a parecer monótonos; sin embargo, todos funcionan de forma dispersa: disparidad entre las cosas que cuentan y el modo de decirlas; disparidad entre quienes se lamentan y suplican y quienes poseen sobre ellos todo poder; disparidad entre el orden minúsculo de los problemas suscitados y la enormidad del poder que se pone en funcionamiento; disparidad, en fin, entre los lenguajes ceremoniales, los rituales del poder y los de las pasiones e impotencias. Nos encontramos ante textos próximos a la literatura de Racine, Bossuet o Crébillon; sin embargo arrastran consigo toda una turbulencia popular, toda una miseria y una violencia, toda una "bajeza" que ninguna literatura de esta época hubiera podido asumir. En ellos hablan pordioseros, pobres gentes o simplemente sujetos mediocres que actúan desde la tarima de un extraño teatro en el que adoptan posturas, lanzan gritos o expresiones grandilocuentes y en donde se revisten de los jirones de ropajes que les son necesarios si quieren que se les preste atención desde la escena del poder. Recuerdan en ocasiones a una pobre compañía de cómicos que se disfrazan como pueden de oropeles que fueron un día suntuosos para representar ante un público de ricos que se reirá de ellos. La diferencia estriba en que representan su propia vida y ante personajes poderosos que pueden decidir sobre ella. Son personajes de Céline que quieren actuar en Versalles.

Llegará un día en que todo este disparate habrá desaparecido. El poder que se ejercerá en la vida cotidiana ya no será el de un monarca a la vez próximo y lejano, omnipotente y caprichoso, fuente de toda justicia y objeto de cualquier seducción, a la vez principio político y poderío mágico; entonces el poder estará constituido por una espesa red diferenciada, continua, en la que se entrelacen las diversas instituciones de la justicia, de la policía, de la medicina, de la psiquiatría. El discurso que se formará entonces ya no poseerá la vieja teatralidad artificial y torpe, sino que se desplegará mediante un lenguaje que pretenderá ser el de la observación y el de la neutralidad. Lo banal será analizado siguiendo el código, al tiempo gris y eficaz, de la administración, del periodismo y de la ciencia, salvo que se pretendan buscar sus esplendores un poco más lejos en la literatura. Los siglos XVII y XVIII constituyeron todavía esa edad rugosa y bárbara en la que todas estas mediaciones no existían. El cuerpo de los miserables se enfrenta casi directamente al del rey, y las agitaciones de unos a las ceremonias del otro; no existe tampoco entonces un lenguaje común, pero sí un choque entre los gritos y los rituales, entre los desórdenes que deben ser verbalizados y el rigor de las formas que es preciso seguir. Por eso, nosotros, que contemplamos desde lejos esta primera eclosión de lo cotidiano formando parte de un código político, percibimos esas extrañas fulguraciones como algo que chirría y que posee una gran intensidad que se perderá más tarde cuando esas cosas y esos hombres pasen a convertirse en "asuntos", sucesos, casos.

Momento importante ése en el que una sociedad ha prestado palabras, giros y frases, rituales de lenguaje, a la masa anónima de las gentes para que pudiesen hablar de sí mismas, y hablar públicamente respetando la triple condición de que ese discurso fuese dirigido y circulase en el interior de un dispositivo de poder preestablecido, que hiciese aparecer el fondo hasta entonces apenas perceptible de las vidas y que, a partir de esta guerra ínfima de pasiones y de intereses, proporcionase al poder la posibilidad de una intervención soberana. La oreja de Dios era una pequeña máquina muy elemental si la comparamos con ésta. Qué fácil sería sin duda desmantelar el poder si éste se ocupase simplemente de vigilar, espiar, sorprender, prohibir y castigar; pero no es simplemente un ojo ni una oreja: incita, suscita, produce, obliga a actuar y a hablar.

Estos engranajes han sido sin duda importantes para la constitución de nuevos saberes y tampoco han sido ajenos a todo un nuevo planteamiento de la literatura. Con esto no quiero decir que la lettre de cachet haya dado origen a formas literarias inéditas sino que en el momento de tránsito del siglo XVII al XVIII las relaciones del discurso, el poder, la vida cotidiana y la verdad se encontraron entrelazadas de un modo nuevo en el que la literatura estaba también comprometida.

La fábula, en el sentido estricto del término, es lo que merece ser dicho. Durante mucho tiempo, en la sociedad occidental, la vida de todos los días no ha podido acceder al discurso más que atravesada y transfigurada por lo fabuloso; era necesario que saliese de sí misma mediante el heroísmo, las proezas, las aventuras, la providencia y la gracia, o, eventualmente, el crimen; era preciso que estuviese marcada de un toque de imposibilidad. Únicamente entonces esa vida se convertía en algo decible; lo que la colocaba en una situación inaccesible le permitía al mismo tiempo funcionar como lección y ejemplo. Cuanto más se salía de lo ordinario la narración mayor fuerza cobraba para hechizar o persuadir. En este juego de lo "fabuloso-ejemplar" la indiferencia a lo verdadero y a lo falso era por tanto fundamental. Y si en ocasiones se emprendía la tarea de dejar traslucir en sí misma la mediocridad de lo real, se trataba únicamente de un recurso para provocar un efecto cómico: el simple hecho de hablar de ello movía a risa.

Desde el siglo XVII Occidente vio nacer toda una "fábula" de la vida oscura en la que lo fabuloso había sido proscrito. Lo imposible o lo irrisorio dejaron de ser la condición necesaria para narrar lo ordinario. Nace así un arte del lenguaje cuya tarea ya no consiste en cánticos a lo improbable sino en hacer aflorar lo que permanecía oculto, lo que no podía o no debía salir a la luz, o, en otros términos, los grados más bajos y más persistentes de lo real. En el momento en el que se pone en funcionamiento un dispositivo para obligar a decir lo "ínfimo", lo que no se dice, lo que no merece ninguna gloria, y por tanto lo "infame", se crea un nuevo imperativo que va a constituir lo que podría denominarse la ética inmanente del discurso literario de Occidente: sus funciones ceremoniales se borrarán progresivamente; ya no tendrá por objeto manifestar de forma sensible el fulgor demasiado visible de la fuerza, de la gracia, del heroísmo, del poder, sino ir a buscar lo que es más difícil de captar, lo más oculto, lo que cuesta más trabajo decir y mostrar, en último término lo más prohibido y lo más escandaloso. Una especie de exhortación, destinada a hacer salir la parte más nocturna y la más cotidiana de la existencia, va a trazar -aunque se descubran así en ocasiones las figuras solemnes del destino- la línea de evolución de la literatura desde el siglo XVII, desde que ésta comenzó a ser literatura en el sentido moderno del término. Más que una forma especifica, más que una relación esencial a la forma, es esta imposición, iba a decir esta moral, lo que la caracteriza y la conduce hasta nosotros en su inmenso movimiento, la obligación de decir los más comunes secretos. La literatura no absorbe sólo para sí esta gran política, esta gran ética discursiva: ni tampoco se reduce a ella enteramente, pero encuentra en ella su lugar y sus condiciones de existencia.

De aquí la doble relación que la literatura tiene con la verdad y con el poder. Mientras que lo fabuloso no puede funcionar más que en una indecisión entre lo verdadero y lo falso, la literatura se instaura en una decisión de no verdad: se ofrece explícitamente como artificio, pero comprometiéndose a producir efectos de verdad que son como tales perceptibles. La importancia que en la época clásica se ha concedido a lo natural y a la imitación constituye sin duda una de las primeras formas de formular este funcionamiento "de verdad" de la literatura. La ficción ha reemplazado desde entonces a lo fabuloso; la novela se liberó de lo fantástico y no se desarrollará más que liberándose totalmente de sus ataduras. La literatura forma parte, por tanto, de este gran sistema de coacción que en Occidente ha obligado a lo cotidiano a pasar al orden del discurso, pero la literatura ocupa en él un lugar especial: consagrada a buscar lo cotidiano más allá de sí mismo, a traspasar los límites, a descubrir de forma brutal o insidiosa los secretos, a desplazar las reglas y los códigos, a hacer decir lo inconfesable, tendrá por tanto que colocarse ella misma fuera de la ley, o al menos hacer recaer sobre ella la carga del escándalo, de la trasgresión, o de la revuelta. Más que cualquier otra forma de lenguaje la literatura sigue siendo el discurso de la "infamia", a ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado. La fascinación que ejercen entre sí desde hace años el psicoanálisis y la literatura es significativa, pero es preciso no olvidar que esta posición singular de la literatura no es más que el efecto de un dispositivo de poder determinado que atraviesa en Occidente la economía de los discursos y las estrategias de lo verdadero. Decía al comenzar que estos textos quería que fuesen leídos como "avisos" y quizá sea demasiado decir, ya que ninguno valdrá tanto como el menor relato de Chejov, Maupassant o James. No son ni casi-literatura, ni subliteratura, ni tan siquiera son el esbozo de un género; son fruto del desorden, el ruido, la pena, el trabajo del poder sobre las vidas y el discurso que verbaliza todo esto. Manon Lescaut narra historias como las que siguen a continuación.

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