Todo cae, dice el Maestro de Ho. Todo cae y tú ya deambulas en las ruinas de mañana.
El hombre que te habla: Esfinge. El hombre que fuiste, el padre que tuviste: Esfinge. Entonces, ¿qué has comprendido de la Esfinge que te fue sometida?
Una Esfinge se forma en el sitio de aquel que no disuelve, y es de Esfinge que uno muere.
Todo endurece, dice el Maestro de Ho, todo endurece y vuelve a la cabeza. El gesto inacabado, la insuficiencia del corazón, la señal que golpea la oreja.
La sonrisa, el rostro puro que contemplas con avidez, han de ser ellos mismos —incomprendidos— tu plaga. Llegado el tiempo, te cubrirán con duros peñascos.
Todo sedimenta. Todo se vuelve piedra, dice el Maestro de Ho. Del labio a la piedra, del rayo a la ruina.
Laberinto la vida, laberinto la muerte.
Laberinto sin fin, dice el maestro de Ho.
El suicida renace a una nueva pena.
El pasillo se abre a otro pasillo:
no desenreda nada.
Los siglos también viven bajo tierra, dice el Maestro de Ho.
Al ganar se pierde. Al avanzar se retrocede.
La muchacha de yoni estrecho, por más grande que sea su corazón, tiene un defecto. Y es así en muchas otras cosas.
Apartad de mí al hombre sabio, dice el Maestro de Ho. El ataúd de su saber ha limitado su razón. ¡Ah, Libertad! Dice el maestro. Apartad de mí al hombre que se sienta para pensar.
Es mejor hablar. Hablad y no seréis ignorantes. Esperad y os aproximaréis de inmediato.
Todo afluye, dice el Maestro de Ho. Todo desborda. Todo está ahí.
Una mirada con alas de libélula se posa sobre la persona amada, y rima el mundo sin conocerlo aquel que debe cantarlo.
Nuevas leyes se han dispuesto. Nuevas leyes han llegado. Las leyes se acumulan, dice el Maestro de Ho, pero se trata siempre del mandato de la vieja enana, hojas esparcidas de un árbol ya desenraizado.
La calma, dice el maestro.
La calma y la inquietud. Las peregrinaciones de la cierva y la pantera hasta el punto en que al fin se encuentran. ¡Qué momento! ¡Un momento extraordinario! Y todo se vuelve tan simple, tan simple.
La calma, dice el Maestro de Ho.